La vi irse calle abajo, liviana, como una pluma que se lleva el viento. ¿Qué hermoso pájaro podría haberse desecho de tan peculiar simpleza? Fueron mis ojos tras sus pasos, persiguiéndola inconscientes, extasiados del albedrío sutil de su desplazamiento, sin percatarme totalmente, del suave acomodo del aire jugando con su pelo ondulado, ni de sus pezones vibrando al ritmo ancestral de la música que desprenden sus tacones gastados.
La vi alejarse definitivamente, incluso otras pupilas le cruzaban al paso, achicándose en el paisaje hasta volverse un punto. Y aun diminuta, centelleaba. Como una linterna en medio de la noche, como una estrella sin dueño que ocupa su rinconcito en el cielo. ¿Qué astro encantado regirá sus mareas? Fue entonces cuando mi sombra se fue tras ella.
Solo, anclado en mi, sin el valor que le da la sombra a los objetos, escribí la historia de su adiós en mis dos dimensiones. Tenía el corazón tan afuera como las vocales de su nombre. La sombra es de todos los colores, robándole un poco de luz a cada cosa que toca, siempre parece fresca, serena, acariciable. Aprendí a sobrevivir sin ella y sin el contorno de la profundidad.
En el tumulto pasé como uno más, la gente iba tan de prisa que no se detuvo a mirar. La noche me habitó, el sol me descubría. Llevé el síndrome del búho, del murciélago chupa sangre. Hasta hoy que encontré mi sombra con su sombra tomadas de las manos, andando bajo la llovizna. Amándose sin prisa.
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