El solo ve el mar. Por la amplia ventana contempla su infinita lejanía, la fuerza del azul que toca el horizonte, concentra su mirada en el oleaje, se moja la mirada, siente el salitre fresco en su piel, el viento le acaricia el rostro, despeinándole, el olor a molusco, arena, pescado, a velas izadas, le trae a la memoria cada nudo que aprendió de niño, los lazos marineros. Por momentos el asiento se zarandea, como si fuera el bote y el se aferra con sus manos viejas y cansadas al manubrio metálico de su silla.
Un brillo transitorio en sus pupilas avisa haber visto saltar un pez, o pasar volando una gaviota, a veces sus gestos le descubren remando o achicando agua, sus vecinos de habitación ya lo han dado por loco, el de estribor conversa con la tele y el de babor apenas deja de toser comienza otra vez con su orquesta de quejidos y lamentos.
Mirando al mar por la amplia ventana pasa todo el día. Toma sus medicamentos, ya no reconoce a nadie, apenas habla, ocasionalmente le escuchamos algún susurro, ¡Tierra! ¡Proa! ¡Sotavento! Y ha llegado a comentar lo bello del azul o el juego de verdes bajo las nubes. Pero después enmudece, mil veces le decimos que allí no hay ningún mar, que por la ventana se ve simplemente la pared de ladrillos desnudos, del edificio próximo, un pedazo de cielo y un trozo de ciudad, pero el no nos escucha. El solo mira el mar.
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