Abro un libro y salen volando los aviones.
Y es como si me abriera el corazón de par en par. Desde que nací los
aviones vuelan a mí alrededor y retumban sus motores en mi pecho. En el pueblo
de San Antonio de los Baños desde la azotea se les veía despegar, adueñarse del
cielo, romper las barreras del sonido y más tarde regresar al nido. Los techos parecían
no soportar los estruendos y comenzaban a reventar y mostrar desnudos los
aceros del hormigón. Cuando alguna que otra vez un avión de mayor tamaño llegaba
al aeropuerto, parecía un gigante entre los cazas que aunque pequeños y ágiles,
como colibríes, dominan el arte de volar como ningún otro artefacto ha podido
en la historia de la aviación.
Tiempo después eran avionetas de fumigación, frágiles y viejas, lentas,
amarillas, pero dóciles y queridas. Tan familiares, entre mis juegos de niño,
fue el primer avión que monte de verdad, volando, ya que jugar a volar pegados
al piso aunque en el sueño infantil sea muy placentero, nada es comparable a la
sensación de volar de verdad. De sentir tus alas rozando el viento a la altura
de las nubes.
Recuerdo un viejo cesna destartalado que estaba parqueado en un andén.
Ya después me aprendí los modelos de los aviones soviéticos nada más de
escuchar el sonido. Ser un adolescente en las cercanías del aeropuerto de
Leningrado, uno de los aeropuertos más importantes del antigua URSS y
actualmente de Rusia.
Y quería ser piloto. No sabia de otra cosa. No me imaginaba en otra profesión.
Hasta que llego el momento de pasar los test médicos para dedicarme por entero
a lo que me apasionaba. Me dijeron que podría estudiar cualquier cosa
relacionada con la aviación, pero no piloto. Y yo no quería saber de otra cosa,
ser piloto era el sueño.
Hasta que entre los dibujos, las pinturas, que la mayoría de las veces
era para dibujar aviones, tropecé con la arquitectura.
Todavía hoy cuando pasa un avión rozando el infinito en el cielo, y
dejando esa huella blanca sobre el intenso azul, no puedo hacer otra cosa que
detenerme a observarlo. Hacer tal vez una reverencia en silencio y volver a
soñar.
No experimento mayor placer que pueda comparar a ese momento en el que
monto un avión. No importa las horas que dure el vuelo, mientras muchos rezan
en silencio trato de sentirme parte de ese pájaro de hierro, siento en el
temblor de su desplazamiento el rodar de las ruedas sobre la pista, la
intensidad que aumenta en los motores, la fuerza, y ese momento en que se
separa de la tierra, toma altura con vigor, hasta que llega ese instante en que
se estabiliza y parece planear sobre el planeta. Puedo experimentar la sensación
del viento frío, erizarme la piel. Y ya después bajar la altura, ir
descendiendo, ver como aumenta y se acerca el paisaje. Tocar el suelo. Volver a
casa.
Al viejo, a Milton, a los amigos con los que comparto el amor por el mundo de los aviones.
Al viejo, a Milton, a los amigos con los que comparto el amor por el mundo de los aviones.
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